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martes, 24 de marzo de 2015

Un lugar feliz

La ciudad del sol eterno estaba dormida. Sus habitantes, poco acostumbrados a la oscuridad, se refugian como si el agua fuera tóxica. La tierra seca y sin vida se inunda.

Iba yo por las calles de la ciudad dormida, con mi paraguas roto y mi pelo empapado. La lluvia caía con tanta gracia que sentía que la naturaleza componía una canción, y solo yo podía escucharla. 

Iba yo por las calles de la ciudad dormida, y sucedió algo espantoso. Me di cuenta de que tenía manos, que tenía brazos. Luego fui consciente de que tenía piernas, y que todo mi cuerpo se movía. ¡Que tenía cuerpo!. Que mis ojos captaban luz y mi cabeza lo interpretaba. Pude escuchar, además, el silencio de la ciudad. Más tarde, asimilé el cemento del asfalto, la luz intermitente de las farolas y las flores apagadas de los balcones. Quise entender que detrás de esas nubes había un lienzo enorme de puntos de luz, que no eran más que otros lugares, que nunca pisaría. Lugares, hogares, como este. Como el mío. Un lugar feliz. 

Cuando era pequeña, mi padre y yo jugábamos a adivinar las moralejas de los cuentos. En ellos, los personajes cumplían un cometido, y todo estaba perfectamente justificado. Las historias eran, en aquella época, un sinfín de casualidades que terminaban con un final redondo. Los malos cumplían su castigo y los buenos eran magnificados. Todo estaba en orden. Hasta hace poco creía que esos cuentos fueron lecciones. Pero no podría estar más equivocada: eran mis prismáticos. Mi forma de ver el mundo. Y, creyendo que nuestro mundo era un cuento, me dediqué a buscarle su moraleja.

No sé si crecer es darse cuenta de que somos reales. O que el oxígeno que nos hace vivir también nos oxida. Quizá el problema esté en que la magia tiene fecha de caducidad y que desaparece de golpe cuando vemos que hay viajes que no tienen vuelta. Que hay algunas tragedias que no tienen enseñanza. He visto cómo las sonrisas más limpias del mundo se torcían para siempre. He oído cómo mi amado silencio se convertía en un ruido ensordecedor. Y he sentido que en la superpoblación de gente feliz de este lugar feliz, estaba sola. 

Creí que ya estaba preparada para ser medianamente adulta. Suponía que ya no creía en los cuentos. Hasta que paseé por la ciudad dormida y acepté que nunca seré consciente de que soy real. Somos niños disfrazados de adultos responsables. Asimilando nuestro papel constantemente, pensando en la felicidad como al lugar donde llegar. Somos personas reales disfrazadas de animales de fábula

Por eso, como persona real y de paso, en un lugar solitario y mortal, diré que no hay moraleja posible ante esta convulsión de casualidades increíbles. No hay final feliz, ni puntos suspensivos. Y el único destino que está escrito en las estrellas es una vida medianamente decente, con sus idas y venidas. Con sus tragedias y sus maravillas, cuyo único fin es la muerte.

Pero, como personaje de leyenda, diré que somos puntos de luz, en un lugar que no es más que un sueño. Y que nadie se va nunca del todo de este lugar feliz.






María Segura Navarro.






2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso

María dijo...

Gracias :)

Un beso anónimo.

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